lunes, 12 de marzo de 2012

El refugio

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Hasta qué punto una persona puede llegar a soportar una serie de acontecimientos desagradables, dolorosos, a veces hasta humillantes.

Desde niño siempre me he cuestionado si la felicidad existe, siempre me afectaba todo lo que ocurría alrededor, sobre todo lo que pasaba en mi casa. El refugio lo encontraba en la calle, jugando al fútbol con los amigos, manejando mi destartalada bicicleta, yendo a la playa, metiéndome en el mar sin saber nadar y aún así lograba deslizarme sobre aquellas olas de la costa verde. Iba forjando mi interior, iba aprendiendo que también en las calles existían las miserias humanas, que las personas no eran perfectas; pero un sentimiento extraño, que salía de lo más profundo de mí, hacia que no dejara de confiar en la gente. A pesar de mi fragilidad física, siempre me trompeaba con quienes pretendían hacerme daño; habían muchos que se metían conmigo y era inevitable el enfrentamiento. Miedo, siempre tuve mucho miedo. Pero explotaba, no podía controlar la rabia, la paciencia se acababa. Sin embargo en casa me comportaba de manera modélica, obedecía a mis padres, hacía mis tareas e intentaba sacar buenas notas, por lo menos intentaba aprovechar los estudios; en la primaria fui un estudiante medio, no sacaba malas notas ni tampoco sobresalientes, historia y lengua era lo que más me gustaba. Mi refugio era la calle, era sentarme en el borde de las aceras, con mis amigos de la infancia y contarnos las cosas que queríamos ser de grandes; era subirnos a los techos de las viejas quintas, callejones y solares, buscando pelotas, botellas, fierros viejos o cualquier objeto de relativo valor para venderlos a los ropavejeros; era jugar a las escondidas y escondernos entre camiones aparcados y casas abandonadas, al que le tocaba buscar se tardaba horas en encontrarnos, sin que faltara las conversaciones sobre lo mucho que habían desarrollado las hermanas mayores de algunos amigos del barrio, haciendo bromas sobre los atributos de cada una de ellas, más que bromas, eran fantasías, pero sin malicia alguna, todas eran bastantes tontas, sólo teníamos entre 8, 9 y 10 años. Era una infancia de mucho aprendizaje, donde los instantes más felices estaban en las calles, casi siempre alrededor de una pelota de fútbol, de un mini torneo de trompo o de canicas, también en algún baile de carnaval cuando veía a los músicos tocando valses y festejos con la guitarra y el cajón, bailando una salsa con las niñas del barrio, o con las hermanas de mis amigo. Eran esas salsas que se bailaban en una baldosa. El ritmo ya marcaba mi andar, aprendí, observando de aquellos músicos, como tocar el cajón. Luego, al volver a casa, buscaba el mueble adecuado para practicar y siempre lo hacía en la mesa de noche de la cama de mi madre, tenía un buen sonido. Todo esto transcurría en mi viejo barrio de La Victoria, en Lima.

A mi madre no le molestaba mucho que volviera a casa con las zapatillas sucias, los pantalones rotos y con la carita echa un asco, de alguna forma sabía que me metía debajo de los carros buscando una pelota o que tal vez me había metido en una pelea. Siempre volvía a casa cuando anochecía, en los veranos, hasta las 7 de la noche. Nunca me permitía salir muy de noche. Cuando oscurecía en el barrio, ya era la hora de los mayores, donde se podía ver muchas cosas, que quizá mi madre, no quería que aún viera. Pero yo ya había visto cosas, ya sabía que existía la droga y los drogadictos, ya sabía que habían peleas entre gente brava de barrio, porque a el hermano mayor de mi amigo Carlos una vez le pegaron por una cuestión de faldas. Aún así creía que mi barrio era bueno, siempre ocurría algo, nunca me aburría en sus calles. Mi madre inmediatamente me mandaba a bañarme para cenar y luego leer un libro, aunque yo prefería leer historietas cómicas, siempre le decía a mi padre que me trajera un “Condorito” y él nos traía (a mis hermanas y a mí), no sólo historietas cómicas, sino también enciclopedias de ciencias naturales. No me disgustaban nada aquellas enciclopedias, las leía todas, sentía algo mágico en el descubrimiento de muchas cosas que aún no aprendía en la escuela. Era fabuloso. Leía en silencio. Y adentrada la noche, no tardaban de llegar los gritos y las peleas de mis padres. No comprendía el comportamiento de mi padre. No entendía como un hombre del que aprendía a tener conciencia social por su ejemplo como abogado que defendía a gente que era muy pobre sin cobrarles era capaz de portarse mal con su mujer; el hombre que me habló por primera vez del “Che” y que me llevó a leer por primera vez a César Vallejo; no podía comprender como mi padre, un hombre que era muy respetado en el barrio por ser de los pocos profesionales que había salido de esas calles y por ganar un juicio al estado para que todos los habitantes de uno de los solares pudieran tener su título de propiedad sin cobrarles ni un sol, sólo por su idealismo, porque no le interesaba hacerse rico, podía maltratar a mi madre. Era una terrible encrucijada. La carga emocional que significaba fue muy pesada. Pensaba en proteger a mi madre y no tardaba en salir en su defensa. Era un niño y ya empezaba a comprender ciertas cosas de los mayores, pero cosas muy malas. En casa no era feliz. Odiaba todas esas situaciones y el primer dolor grande que tuve fue ver una vez a mi madre en el suelo, llorando, con sus gafas rotas. Maldecía a mi padre en esos momentos. Le juré a mi madre que jamás haría eso a una mujer y empezaba a cuestionar la existencia de dios. Entonces la calle se hizo mi refugio hasta las 7 de la noche...



(Continuará o no...)



Gio.

3 comentarios:

estrella dijo...

Nos has contado una parte de tu alma de niño,no te voy a decir que me has emocionado,ni que lo has relatado magníficamente,no,no creo que eso te interese.

Lo que sí te digo es que creo que necesitabas escribirlo...para tí.

¿Cómo decirte lo siguiente,sin decirlo,pero que tú me entiendas?,me cuesta ..."el suelo está frío".

No tengo nada que agregar.

Un abrazo Gío!!
PD.Cumple tu promesa.

la chica de las biscotelas dijo...

es precioso, Gio.

virgi dijo...

Leerte es leer la piel.
Un abrazo, Gio